Hoy presentamos a Andrea Acosta. Nuestra nueva colaboradora se estrena con un relato navideño de dominación y sexo oral que no te puedes perder.
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Cookies & Milk
23 de diciembre de 2019, TriBeCa, Nueva York
Todo el loft olía a peppermint, el fuego crepitaba dentro de la gran boca de la chimenea excavada en la rojiza pared de ladrillo y, de vez en cuando, tal vez celoso de la voz de Sinatra cantando Let It Snow a través de las ondas del reproductor de música, siseaba en un estallido de chispas que competían en fulgor con el de las decoraciones y las luces del abeto navideño.
—Let It Snow —tarareó Hela, avanzando a través del salón, moviéndose sinuosa pese al abrazo constrictor del bermellón vestido de látex y la vertiginosa altura de los stilettos. Un halo de perfume la rodeaba y se extendía a su paso como su aguzada mirada obsidiana, abanicada por curvas y tupidas pestañas. La sonrisa, maquillada de carmín, le horadó dos pequeños hoyuelos en las mejillas al toparse con tan «adorable» estampa…
Ahí, arrodillado delante del butacón y luciendo unos largos calcetines de rayas blancas y rojas ceñidos en las pantorrillas, que rompían con el lienzo de piel y definidos músculos, se hallaba Johnny. Bien, Little Johnny[1], apodo que ella le había adjudicado con obvia sorna. Este sostenía una bandeja y, sobre ella, un vaso de leche y un festivo plato con tres galletas con pepitas de chocolate.
Johnny contuvo la respiración, instando a su pulso a dejar de cabalgar desbocado. Cada taconeo que daba Hela le taladraba las meninges y, a su vez, le inflamaba el deseo captivo, cual ave cantora en una jaula. Su polla, recogida entre el metal, palpitaba atormentada, haciéndolo regodearse en aquella mezcla de placer y dolor; dulce y amargo, al igual que un sorbo de Manhattan[2].
—Y tú, ¿en qué lista debes estar…? —empezó a decir Hela, deteniéndose ante Johnny. Agitó la testa y la larga cola de cabello bailó tras de sí, rozándole las rubicundas nalgas apenas cubiertas por el látex. Extendió la zurda e izó la cabeza de Johnny por el mentón; los ojos de ambos se encontraron. A continuación, tomó una de las galletas y se sentó en el butacón—. ¿En la de los chicos buenos o malos? —preguntó antes de hincar los marfileños dientes en la crujiente masa.
La luz de sus ojos azules fue absorbida por la negrura de los de Hela.
—Señora, espero que sea en la de los buenos —respondió él, empleando un tono modulado.
Vaya, podía ser que alguien se sorprendiera de que Santa Claus no fuera el único en tener dos listas según el buen o mal comportamiento, mas ese no era el caso de Johnny.
Hela mantuvo silencio hasta terminarse la galleta y, entonces, cogió el vaso de leche y bebió un poco, lo equivalente a un trago. Alejó el vidrio de sus labios y el borde quedó manchado de carmín; a cambio, obtuvo un grueso y níveo bigote.
—Para estar en la lista de los chicos buenos, debes merecerlo —advirtió, echándose hacia atrás en el asiento salpicado de miguitas—. Y por ello, vamos a darle utilidad a esa lengua tuya —dictaminó, alzando el vaso. Lo decantó y se vertió el contenido encima.
La leche cayó nevando las montañas que componían los pechos de la mujer, prosiguió precipitándose por el valle del vientre y jaspeó muslos, piernas y puntas de zapato. Gotitas diminutas brincaron a la cara de Johnny y le enfriaron el rubor en las rasuradas mejillas. Sin embargo, le encendieron una sed que le arañó la garganta. Cuidadoso, este depositó la bandeja en el suelo y añadió el vaso vacío cuando Hela se lo entregó. Afianzado en la punta de los dedos, calentitos gracias los rayados calcetines, se inclinó con la lengua fuera y procedió a recolectar, a beber el preciado líquido.
—No dejes ni rastro —advirtió Hela, que casi podía oír al látex bregando para contener lo aguzado de sus pezones. Poco a poco y con suma dedicación, Johnny ingirió la pátina láctea encima de las comprimidas tetas, estimulando el femenino deseo. Y sin previo aviso, ella, con ambas manos, lo agarró por el nacimiento del pelo y lo empujó hacia arriba para acoplar sus bocas.
A Johnny le bailaron las papilas gustativas con el sabor a leche con galletas, marinado por la saliva de su Señora. Gimoteó, azorado a causa del beso lobotomizador… De no ser por la jaula de castidad, su polla estaría aporreándole cerca del ombligo, llorando cristalinas gotas de presemen.
—Todavía no has terminado —canturreó Hela, sesgando el beso. Se acomodó en el butacón, no sin antes subirse la falda, desvistiéndose de cintura para abajo. Empinó una de las piernas por encima del reposabrazos y le hincó el tacón. El susodicho era tan fino que podría traspasar un pedazo de carne con mayor facilidad que una bala de 12 mm… ¡BANG!
Johnny se apresuró a proseguir, dándole utilidad a la sinhueso; relamió el femenino vientre y bajó, bajó… Exento de cualquier síndrome de «Dorothy y el camino de baldosas amarillas», arribó al monte de Venus en el que el triángulo velloso indicaba el acceso al calado coño. Coló la rucia cabeza al cobijo de los muslos, besó el sensible clítoris y se sumergió en la estrecha abertura del sexo; penetró en ella, ejerciendo con la lengua un repetido movimiento circular.
En ningún momento Frank Sinatra había dejado de cantar, tampoco el fuego había dejado de devorar la madera ni el aroma a peppermint se había disipado en el aire; más bien, ahora se había fusionado con el acidulante del sudor y el sexo.
«Clip, clip, clip…», se oyó gotear desde el mentón de Johnny, pues perlas diminutas de lubricación, saliva y restos lácteos se precipitaban al suelo. Un leve ronroneo por parte de su Señora le sugirió que incrementara el ritmo y él obedeció. Sorbió los labios mayores y a los menores les dio un fugaz mordisco. Inhaló con los alvéolos rojos como las ascuas de la chimenea y cavó con la lengua de nuevo en el interior del coño, sintiendo cuán trémulas estaban las paredes.
De un instante a otro, los ojos de Hela iban a girar en sus cuencas, bajo los maquillados párpados y, en los iris, le restallarían relámpagos anunciando un orgasmo. Pero no, no todavía. Se sacudió en el asiento, recompuso la posición, de sentada a de pie, y miró a Johnny, su cara chorreante, babeada de sí misma.
—Señora… —titubeó Johnny, extrañado, cuando Hela lo despojó del suculento bocado que le suponía su coño, y más a sabiendas de que estaba a punto de obsequiarle con elixir del clímax. Parpadeó, observándola, viéndola alzarse endiosada en aquel par de pedestales que eran los preciosos Louboutin. Ella volteó, recreándole la vista al menear lo masticable de las nalgas y, poco a poco, tortuosamente, se recostó con las rodillas en el mueble, culo en pompa, exponiendo el sonrosado sexo.
Hela se aseguró la posición con una mano en el reposabrazos y con la otra, oh, con la otra viajó desde sus embutidas tetas pasando por su vientre hasta su coño, que escupió un largo chorro de deseo.
—Sé un buen chico y haz que me corra —urgió a Johnny, consciente de que, en breve, el carmín le emborronaría los labios y todo su ser cabalgaría a lomos de la petit mort, manteniendo eso sí, el sabor a leche y galletas en la boca y alguna que otra miguita en las esquinas y comisuras…
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