El despertador sonó a las siete en punto. Todavía me encontraba relajado por la visita realizada a la habitación de mi hermano en la madrugada. Estiré el brazo y apagué la alarma del reloj. Me encontraba estirándome, cuando me dí cuenta que no estaba sólo en la habitación. Allí estaba, en la puerta, observándome, alta, morena, desnuda, mi cuñada.
Estregué los ojos con mis manos y volví a mirar, por un momento pensé que era una visión, una imagen del recuerdo, del deseo. Pero no, era real, estaba allí, aproximándose lentamente a la cama. Moviendo todas esas curvas con las que me había dado banquete a tempranas horas.
Me acomodé en la cama para no perder detalle. Sus pies se subieron a la cama. Allí de pie, sobre mí, comenzó suaves caricias por su abdomen, vagina, senos, brazos, cuello. Tragué saliva. La excitación comenzó a hacerse presente en mí. La sangre inició su rápido recorrido. Mi pene dio el primer cabezazo... se había despertado.
Ella dio media vuelta y siguió moviéndose lentamente, al ritmo de una música muda, pero erótica. Sus manos pasaron ahora a acariciar los muslos y los glúteos, esas nalgas imponentes que acababa de poseer. Instintivamente me acaricié la verga, que ya estaba poniéndose firme y erecta.
Volvió a girarse hacia mí. Se arrodilló entre mis piernas. Con su mano izquierda se apartó el cabello negro y salvaje, con la otra apartó mi mano y se apoderó de mi miembro. Un pequeño beso en el glande sirvió para que mi pene creciera aún más, que delicia. Sus labios recorrían mis venas desde la punta hasta la base, donde su mano se distraía con los pelillos de los testículos. Era hermosa la visión que tenía. La lengua recorría desde abajo hasta la cabeza, lubricando, saboreando. Luego los labios bajaban besando, acompañados en ocasiones de pequeñas mordidas, excitantes.
De pronto, su boca abandonó el miembro. Me acariciaba lento pero firme con la mano. Con su mirada, sensual y atractiva, lo dijo todo. Me ericé. De un bocado engulló todo el pene. Comenzó a succionarme, fuerte, salvaje. Pensé que me lo iba a arrancar. Sudaba agitado. Un gemido escapó involuntariamente de mi garganta. Ella se compadeció.
Como un felino siguiendo a su presa, gateó sobre mí. Sus grandes senos rozaban mis pezones. Lamió con lujuria mi rostro sudoroso. Traté de besarla y tocarla... pero no. Se apartó hacia atrás. En cuclillas, tomó nuevamente el pene, pero esta vez lo besaría con sus labios vaginales. Con ellos rodeo la cabeza del miembro. Al sentir el contacto, un escalofrío me recorrió la espalda. Estaba disfrutando aquello... y ella lo sabía. Sin separar su mirada de la mía descendió lentamente, hasta tener por completo el mástil atrapado dentro de sí. Que gusto.
Intenté nuevamente tomar sus senos. Ella lo evitó tomando mis manos con las suyas, y sirviéndose de apoyo comenzó los tan deseados movimientos de ascenso y descenso. Podía ver como mi erección se perdía entre su vagina, para luego reaparecer húmedo y erecto. Escuchaba el cacheteo que producían los cuerpos al chocar, también sus gemidos, cortos pero continuos, su respiración que se agitaba cada vez más, y los latidos de mi corazón, acelerados.
Cansadas sus piernas, se arrodilló sin perder la penetración, momento que aproveché para abrazarla y traerla hacía mi. Entrelazados, le obsequié un largo y profundo beso. Perdí entonces la noción de tiempo. Me abandoné a las caricias, a recorrer su espalda, a fusionar nuestros fluídos y sensaciones.
El chirriar de la alarma rompió la magia. No alcancé a ver la hora, de un manotón lo tiré al suelo. Ella aprovechó para escapar de mis brazos. Apoyada con sus manos en mis hombros, comenzó a penetrarse a sí misma, más rápido, con más decisión. Sus senos fueron víctimas de mis manos. Como una fiera me apoderé de ellos. Los acariciaba, apretaba, me levanté un poco para morderlos, besarlos, lamerlos. Índices y pulgares hicieron especial trabajo en los senos, enloqueciéndola. Los gemidos se convirtieron en gritos.
Me dejé caer nuevamente. Era el turno de sus glúteos, lo que más me encantaba. Los atenacé, los medí, con fuerza los apreté hasta dejar surcos, los golpeaba y luego acariciaba. Ella iba y venía cada vez más rápido. Repetidas veces tocaba fondo y sentía su cubil como un horno, una caldera apunto de explotar. Sentía que se venía. Le ensarté todo el dedo índice entre las nalgas, mientras me hincaba a fondo en sus entrañas. Su orgasmo me contagió. Tuve que acelerar mis movimientos para así acompañar su éxtasis con jugosos chorros de semen, invisibles al primer momento, pero evidentes, presentes en la fusión de las carnes, delicioso.
Tirada sobre mí, reposamos durante largo tiempo, con su cuerpo aún penetrado por miembro y dedo. Un beso de agradecimiento puso fin a tan exquisita visita.
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